JULIO
Por Martín Franco Xicoténcatl
Aun recuerdo el olor de la tierra mojada en aquella tarde de julio. Mis ojos eran nuevos y mis ansias comenzaban a encender los apetitos de la carne. Tras las fiestas de Santa Martha, venían tres días de jaripeo. Librando la licencia paterna y la lluvia de consejos y advertencias maternas, me dispuse subir a la cabecera municipal. Pese a ser el centro de población más grande de la región, no rebasaba los diez mil habitantes.
Era el jaripeo una distracción tan comentada por la gente, que mi curiosidad no resistió más. Así que, realicé mi primer viaje a los quince años completamente solo. Ya conocía la zona, pero, siempre había alguien conmigo. Aquella tarde me sentí feliz, como los becerros que salen al monte y los dejan correr a campo abierto.
El lugar del evento se abría entre lo que había dejado de ser una parte de maizal y a la que privaron de sus cañas altas para dar lugar a un ruedo de vigas de ocote y lazos. La banda amenizaría la jugada en un entarimado sencillo de tablones y cuyo techo era una lona rota y vieja que apenas si lograba cubrirles.
La concurrencia, era un pintoresco cuadro de hombres y mujeres de casi todos los barrios y pueblos de la zona. Los unos, con sombreros, muy altivos, apartados de las mujeres, en grupos que rodeaban botellas o cartones de cerveza. Las otras, con sus críos como polluelos, bajo el rebozo o agarrados de sus enaguas; serias, meditando quizá en su dura vida de madres y campesinas. Vendedores de diversas golosinas y antojitos que deambulaban por doquier y la amenaza de un chubasco que pondría fin a la tarde de toros. La tarde nublada y fría apenas si permitió se realizaran las montas.
Arribé al sitio y, pretendí observar a detalle cada una de las montas que se llevarían a cabo. Para mi desgracia, mi estatura e inexperiencia no permitieron que observara entra la multitud apiñada. Las mujeres, celosas de su espacio, daban codazos y leperadas a quien osaba menearles para mirar entre los huecos y los hombres agrupados ni siquiera me permitieron observar las testas de los ejemplares. Pensé en el corral de los toros, ahí casi nadie se arrima por el lodo con estiércol y el mal genio de los astados. Me trepé a una viga y comenzó mi aventura.
En el corral de los toros, jinetes, mayordomos, peones y caporales, mantenían una encendida concurrencia. Tras cada jugada, sacaban un nuevo ejemplar y guardaban el ya exhibido. Entre botellas de cerveza, tragos de tequila, vasos de pulque, risas y bromas, hacían amena la tarde que para ellos representaba trabajo arduo y peligroso. Era la concurrencia del corral, una deliciosa mezcla de hombres de tierra caliente y de tierra fría, de huaraches y botas, de bigotes espesos, gruesos y negros a los casi rojos y sedosos. Una bandeja de tierra con pieles morenas, tostadas, canela, blancos y perfiles de alma mestiza a granel, que no ya no despegué mis ojos de ahí. Hasta que sentí la mirada dura de un caporal y mi rostro sintió el extraño peso de unos ojos profundos.
-¿Què chingados mira morro? El jaripeo es pa’enfrente.- Exclamó con voz ronca y los demás comenzaron a reír la ocurrencia.
Casi me caigo de las vigas y mi cara tornó a un rojo encendido. No contesté y bajé como alma que lleva el diablo.
-¡Espérese morro!, ¿Dónde va? Naiden lo ha corrido. - Me dijo, cuando ya ponía pies en polvorosa. -¡Véngase p’aca!, ¡Arrímese con los machos! E hizo un ademán para que me acercara. Como si sus palabras poseyeran la fuerza de un imán, me acerque al grupo de varones y me pare junto al caporal que me había ordenado acercarme.
-¡A ver, levante esa cara! - dijo en tono más sereno.
- ¡Pos está re morro compita! Yo creo que todavía ni le empluma el zopilote- Y los demás soltaron tremendas carcajadas.
- No compadre, ya se le pinta el bigote al chaval. Yo creo que si ya anda en edad de merecer.- Dijo un barbón de huaraches y los demás volvieron a reír.
Impulsivamente, las palabras, salieron de mi boca y repliqué al caporal: -¡Ni madres, si me pones a tu hermana te hago mi compadre! El grupo entero rompió en burlas y chiflidos al afectado. Pensé que me iba a romper la crisma. El caporal me tomó del hombro y dijo a los reunidos: - ¡Vamos a ver si este gallito es de espolones de oro ò nomás es pájaro nalgón! ¡Sotero!, ¡Sírvele un trago!- Mis ojos casi saltaron de sus órbitas al escuchar la petición. Ya había probado el alcohol, pero, no la dosis como las de aquellos hombres de tierra caliente que me adherían a su jornada-festejo. Me sirvieron como a cualquiera de ellos y el caporal me miró con la esperanza de verme huir. Tomé el vaso y en un regüeldo prolongado consumí todo su contenido. Los reunidos me miraron entre asombrados y maliciosos. El caporal me tomó el brazo y me dijo: ¡Mis respetos morro! Pensé que saldría corriendo a las faldas de su madre. Dijo en tono casi paternal. - ¿Cuál es su gracia? - preguntó con interés.
- Martín Franco- contesté en tono cuasi militar
- Bueno Don Martín Franco, yo soy Bartolomé Villalba, del meritito Tepoztlàn, Morelos. Su servidor y amigo- Dijo ya en franca camaradería y agregó: -No sea ustè pendejo, pisteando así como lo hizo, rápido se va a encuetar y el que se encueta pierde – dijo, mientras servía la siguiente copa.
La tarde transcurrió sin más incidentes que el de un toro torcido por el lodo en el ruedo y más de tres jinetes con fuertes porrazos. La amabilidad del caporal me había dado la confianza de permanecer entre los hombres de tierra caliente como uno de ellos. El atardecer del verano, agonizaba lentamente entre la serranía y el aire se tornaba húmedo y frío. Todo iba en santa paz hasta el momento en que me retire del grupo para orinar. Casi junto mí, se paró el caporal e hizo lo mismo. No pude resistirme a no mirar lo que había sacado de aquellos pantalones y que tomaba el aire como una víbora que sale de su guarida, sólo, para ver como anda el clima.
De pronto una sensación eléctrica recorrió mi cuerpo. Mi piel se erizaba y mis ojos se mantuvieron en un punto fijo, por un tiempo que rebaso el convencional. Aquella virilidad me había hipnotizado con su aspecto, color y forma. Había visto a mis familiares hombres, a mis amigos de la edad, pero nunca a un extraño. El caporal fingió no darse cuenta que admiraba su sexo y dejó que me engolosinara con él.
Sin darme cuenta, el jaripeo terminó. Llegó el momento de que los caporales y peones subieran a los toros al transporte que los regresaría a la tierra caliente de Morelos. Bartolomé Villalba, tenía la cara colorada de tanto frío y de las copas bebidas y, yo, una extraña sensación en el cuerpo y un deseo en la mente que, si bien sabía de su existencia, nunca antes se había apoderado de mí con la fuerza de aquella noche. Entre labores y la noche recién parida, Bartolomé Villalba ordenaba a sus peones que apuraran el paso.
–¡Voy a comprar una botella porque ya me piqué!- gritó, y los demás asintieron con señas.
-¡Martín! Acompáñeme por la botella. Me dijo y yo le seguí.
-¿Le gusta la verga compita?- preguntó muy serio el caporal. Traté de huir, pero, él me tomó del brazo. Me acercó a su cuerpo y sentí el palpitar de esa virilidad y como se erguía hasta convertirse en un tizón ardiente y duro.
–Yo le miré raro hace rato, Don Martín, pero pensé que era cosa mía. Ahora me consta que usted busca jinete y, pos acá estoy. Disponga usted de esto que ofrezco, que no es mucho, pero todo suyo si lo quiere probar- Y el tono de su voz me perdió
Aquella noche de julio, degusté por primera vez una virilidad erguida y llena de deseo. Ese hombre maduro de la tierra caliente de Morelos, me brindó la experiencia de sus andares y la fuerza de sus años de trabajo rudo. Aquella noche de julio, ahogué mis gemidos entre las cañas del maizal y mi cuerpo sintió el peso de aquel cuerpo. Sin pedir, llegó el hombre que abriera mis sentidos al amor entre varones. Aquella noche de julio mi rostro dio con la tierra húmeda y su olor me quedó tatuado en la memoria.