domingo, 8 de abril de 2012

C U E N T O

El Curandero
Por Ríos Alcocer

Eligio era el curandero del pueblo, el brujo. Era un hombre afable, ya entrado en años y ducho en el arte de curar.
 
Había llegado a Huamuxtitlán de Guerrero hacía ya muchos años. A pié, por el camino de la sierra, había subido una de esas tardes llenas de neblina sureña que borra los cerros…y se había quedado para siempre.
 
Caminó a lo largo de la única calle empedrada a cuyo extremo quedaban la iglesia gris, enorme, cuadrada y la plaza, despoblada a aquella hora, triste, sin un árbol, sin una flor, enmarcada por blancas casas de un piso, todas de adobe, todas blanqueadas con lechada de cal, todas recubiertas con tejados rotos recubiertos de musgo y verdín.
 
Entró a iglesia siempre abierta y se sumergió en su sombra, aromada a antiguo, a flores e incienso. Primero vivió en la casa del cura, que era un estadounidense, alto delgado y nostálgico con el que jugaba ajedrez. Más tarde se cambio a la casa de doña Elvira, anciana carcomida por los años, que era la yerbera del lugar. Pero cada tarde, con la caja del ajedrez bajo el brazo se veía transitar a Eligio rumbo al curato a jugar con su amigo.
 
Muy pronto, el recién llegado fue aceptado como del lugar, como si siempre hubiera vivido ahí. Para entonces comenzó a ayudar a doña Elvira a recoger plantas, escogerlas, ponerlas a secar, a separar flores y mezclarlas para preparar bebidas olorosas y de color de gemas. Otra tarde, llena de niebla, se oyó un alarido que venia rondando calle abajo, ruido de pasos apresurados. Doña Elvira se santiguo repetidas veces:
 
-      Dios bendito, a ver a quien le toca ahora.

Como Eligio le preguntaba que significaba todo aquello, la anciana explicó:

-      Los hombres se embriagan, de pronto, el diablo entra en uno de ellos; el endemoniado saca el machete y se lanza gritando por la calle hasta encontrar a su victima a la que mata… nunca se sabe quien va a morir, ni a quien va a matar. A veces el hermano mata al hermano, a veces el amigo al amigo.
   
Afuera se oían aquellos ruidos insanos, ruidos de puertas que se cerraban, voces, gritos… luego silencio y luego llantos. Fue entonces que Elvira y Eligio salieron a ver que había pasado. Un hombre joven, todo cubierto de sangre yacía en medio de la calle, las negras piedras desviaban los hilos de sangre y la tierra los absorbía. Sin atreverse a tocar el cuerpo, varias mujeres lo rodeaban. Eligio se inclinó sobre el, la herida era grande, iba del hombro derecho, por la espalda, hasta la cintura del lado izquierdo y sangraba abundantemente.
   
-      Se vaciará, declaró doña Elvira.
 
Eligio actuó con rapidez, como entre sueños, desgarro la blanca camisa del joven y sujeto y taponó la herida, después, con ayuda de los curiosos que se habían congregado en torno al herido, lo traslado a casa del cura Philip. El padre Felipe encendió dos grandes lámparas de gasolina que rompieron la turbia penumbra de la estancia. Mientras doña Elvira iba a su casa por un conocimiento de yerbas que “ella bien sabia”. Eligio lavó generosamente la herida con bensal del botiquín del padre. Este sacó, no sin orgullo,  sus tesoros de la vitrina de su dispensario: pinzas, agujas, hilo de sutura… todo.

En voz baja explico:
 
-      También tengo algunos medicamentos, me prometieron enviar un medico, pero nadie ha querido quedarse. Y solo seguí un curso de primeros auxilios. Y se sonrió mientras le tendía a Eligio un jabón desinfectante.
 
Eligio suturó hábilmente la extensa herida, en tanto, doña Elvira entró con una pócima de color rojizo dentro de un jarro de barro negro:
 
-      En cuanto recobre el sentido, deberá beber esto; le repondrá la sangre.

Eligio y el Padre Felipe dejaron al herido en manos de doña Elvira y salieron a hablar con los parientes del joven que aguardaban afuera. La lenta recuperación del muchacho reportó a sus tres salvadores no solo prestigio, sino algunas gallinas gordas y varias invitaciones a comer. Cuando doña Elvira murió, de pura fatiga de vivir, Eligio ocupo la vacante con toda simplicidad y se convirtió en el curandero del lugar. El monte daba abundantes y variadas plantas curativas y el correo enviaba con retraso pero con fidelidad lo que el padre Felipe pedía a su lejana comunidad. De esta manera funcionaba en Huamuxtitlán un “servicio médico” singular, pero efectivo. Una mañana en que el sol luchaba en vano contra la neblina recostada sobre los tejados, llego a la ahora casa de Eligio, un joven sudoroso, agitado, preguntando por doña Elvira.
 
-      Ella no esta explico Eligio, pero yo se algo sobre curar..

El joven lanzó una mirada penetrante hacia el nuevo “curandero” y otra a la habitación familiar, llena de manojos de yerbas colgadas a secar y se decidió por la confianza que emanaba de las perfumadas plantas. Hizo a un lado el húmedo sombrero y se llevo la diestra a la nariz y comenzó a gemir:
 
-      Duele mucho aquí.
 
Eligio empuño una lámpara pequeña y potente, examino nariz y garganta al joven.
 
-      No veo nada mal, dijo luego de revisarlo.

-      No, si yo no estoy enfermo, es mi tata, mi padre el que esta malo, no pudo venir, pero le duele así como le digo.
 
Eligio suspiró, nunca podría acostumbrarse a aquella manera de representar los síntomas a distancia cuando el enfermo no podía acudir a consulta. Así que reunió cuanto consideró necesario dentro del maletín, obsequio de Philip y se fue en compañía del joven.
 
-      ¿Es muy lejos?, preguntó.

-      A unas cuatro horas siguiendo rió arriba, bueno con usted, unas cinco, rectifico luego de mirar franca y cándidamente la poco airosa figura de Eligio.
 
Marcharon largo tiempo en silencio por la senda que vaporizaba con el sol. Poco a poco el paisaje se hacia visible y la niebla cedía como a desgana el paso a la mirada. A lo lejos, una montaña perfectamente azul dividía el horizonte; el aire espeso y tibio estaba cargado de mariposas y moscardones que bordoneaban incesantes. En una mañana así es maravillosos vivir, los recuerdos se quedan adormilados en algún lugar del camino, lo único real es la niebla que levanta la senda y la montaña y la felicidad es un puñado de sol sobre la cara. Pese a que doña Elvira era la esperada, Eligio fue recibido con verdadero alivio.
 
-      Hace dos días que no duerme, explicó el hijo mayor, señalando al enfermo que gemía en un rincón de la única habitación que ocupaba toda la familia.
 
El paciente fue acercado a la puerta, a la claridad del día. El hombre ardía de fiebre y de el se desprendía un olor dulzor, nauseabundo. Al iluminar las fosas nasales, al fondo, Eligio vio bullir moverse algo blanco, dudando de si mismo, volvió a dirigir el haz de luz hasta entender lo que veía: eran gusanos.
 
Tomo unas pinzas largas y los fue extrayendo uno a uno con el cuidado de un relojero. Retiro cerca de un centenar de aquellos activos gusanos. Luego lavó el interior de la nariz buscando mas, desinfectó bien y vió de reojo la alarma con la cual miraron preparar y aplicar una inyección. Para salvar la parte tradicional de su oficio, recomendó diversas yerbas y salió a respirar el aire lavado por la neblina y entibiado por el sol.
 
Se había corrido la voz de que el nuevo brujo, discípulo de doña Elvira, estaba en el caserío y la gente aguardaba su turno para la consulta. Eligio había ido por un día y se quedo tres, hasta que retiró el último gusano renuente y despidió al último paciente.

Al regreso le acompañaron dos jóvenes para ayudarle a llevar el pago en especie: algo de fruta, un lechón y lo que más le agrado, en un morral de lana tejida, un pequeño gato gris, listado de blanco y que maullaba desaforadamente. Al llegar a Huamuxtitlán, en un recodo del camino, bajo una ceiba grande, le aguardaban un grupo de hombres, los más, armados de machetes y dos con rifles viejos.

-      No llegue al pueblo, Don Eligio, ahí esta el inspector de Salubridad con un Doctor.

-      Nosotros lo esconderemos en las cuevas, ahí le llevaremos de comer y lo iremos a ver hasta que se vayan, añadió uno de los hombres de rifle.

-      Así escondimos a doña Elvira la vez pasada.

-      El inspector dijo que no tenía permiso del Gobierno para curar, que se iba a quedar aquí un Doctor en el dispensario. Se quedó una semana, y nadie lo fue a ver, se desesperó y se regresó por donde vino

-      Y así se irá el que mandaron ahora.
 
Unas manos solicitas tiraron de Eligio para guiarlo a las cuevas, el se desasió con un movimiento suave:

-      No muchachos, gracias, vamos al pueblo, hablaremos con ese inspector y con el médico. No se preocupen.

A desgana acompañaron a su brujo hasta la casa de doña Elvira, la vieja casa de adobe que Eligio repara hasta volverla irreconocible limpia, blanqueada con cal, rodeada por un ordenado y cuidado jardín. A la sombra de un añoso árbol aguardaban dos soldados de la montada, odiados como la muerte y dos hombres mas, incómodos en su ropa citadina y oscura.

Los hombres de Eligio, con aire torvo, rodearon la casa, en tanto que uno de los más jóvenes se puso ostensiblemente a afilar su machete contra una piedra oscura del camino. Los civiles y el curandero tardaron adentro largamente. Ya se ponía el sol, cuando se abrió la baja puerta del frente y por ella salieron sonrientes Eligio y sus visitantes. Los lugareños, dispuestos a cualquier extremo, a cualquier forma de defensa de su brujo se miraron sorprendidos.
 
Eligio acompaño al Inspector y al joven doctor hasta donde esperaban los soldados. Intercambiaron adioses. Los caballos dejaron una polvadera dorada que floto mucho tiempo después de que el ruido de los cascos ya se había apagado por la cañada. Eligio volvió hacia los suyos y les sonrió:
 
-      Gracias, gracias muchachos, no hay de que preocuparse. Me han permitido quedarme.
 
Nadie se atrevió a preguntar nada y a desganas se fueron. Eligio entró a la penumbra azul de la casa, aun resonaban en sus oídos, fragmentos de la conversación que acababa de sostener:
 
-      ¿Y por que no se comunicó primero con nosotros? … es extraño, escoger este pueblo dejado de la mano de Dios…

Luego recogió su titulo de medico cirujano de sobre la mesa de trabajo, lo guardó en un cajón, sonriendo al recordar las palabras del inspector:
 
-      Pero, ¿Por qué no cuelga su titulo en la pared?

La respuesta era simple y lógica:
 
-      Por que perdería toda mi clientela.

Afuera sopló el viento cargado de lluvia, se había hecho de noche.
 
S/F / colaboración a proyecto Spira de Ríos Alcocer, del archivo muerto de mi maestro Octavio islas Carmona






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